¡Por fin he vuelto de Madrid! No es que lo haya pasado mal allí… pero sabéis que tengo motivos para besar el suelo que piso. Cómo no, el Factor Silvia volvió a teñir de suspense mi regreso – este mes el condenado se está luciendo- pero… vamos a contarlo bien.
Ayer decidí no salir. No paraba de llover. Me surgieron unos posibles planes, pero por lluvia, por desgana y por tener la mente en varias cosas a la vez, los cancelé todos. El más exótico hubiera sido el de la noche: me propusieron ir a una fiesta bondage.
¿Quesquesé? Veréis, el mundo está lleno de personas (y más en Madrid) muy diferentes entre sí. A unas les gusta el mar, a otras les gusta la montaña, a unas les gusta la música clásica, a otros les gusta la moderna, a unas les gusta el alcohol y a otras el agua mineral sin gas… pues bien, hay personas a las que les pone «en órbita» atarse y ser atadas. Y de eso iba la fiesta: un festival de cuerdas, nudos marineros, corpiños y otros complementos.
Llegué a plantearme seriamente ir, sobre todo porque original es (y posiblemente divertido de ver) y la chavala que me invitó había jurado solemnemente que iría vestida de persona normal y que ignoraba tanto como yo lo que podría pasar en esa fiesta, que es como decir «Si son pacíficos, nos lo pasamos bien, si nos acojonan… ¡salimos corriendo!».
Pero llovía, estaba cansada, debía madrugar al día siguiente y temía a mi singular Factor, así que me quedé quietecita en el hostal – lo que no quita que deberé interrogar a esa amiga para saber qué sucedió en esa fiesta-.
Hoy me levanté a las 6 de la mañana para coger el tren a tiempo. Dormí muy poco, pero eso siempre pasa en los viajes de regreso. Debo agradecer a B. que me llamara y me ayudara así a madrugar, eso me ahorró caer en la vergüenza de pedir socorro a mi madre. Para quienes no sepáis/recordéis mis problemas con la cuestión de madrugar, aconsejo leer las entradas que se engloban en la categoría «Diario de la residencia».
Nada más entrar al tren supe que el viaje sería movidito. ¿Recordáis que mi billete era el último para volver a Almería? De ahí se infiere que el tren iba completo – el único asiento libre debía ser el de mi billete perdido en combate – y si cada persona lleva su bolsa, o dos bolsas, o maleta y bolsa, o maleta y maleta, etc… imaginad lo que ha sido colocar todo el equipaje en el vagón. O, mejor todavía, adivinad cuál ha sido la única maleta que no ha habido cojones de colocar… ¡síiiiiiiiii, premio, la míaaaaaaaaaaa!
Al ver que no podía colocarla, intentaba buscar un lugar discreto en el pasillo para que no estorbara mucho. En esta maniobra estaba (sin que nadie me echara una mano) cuando apareció el revisor y me largó una obviedad «no está permitido que las maletas se sitúen en medio del vagón». Mi respuesta fue otra obviedad «ya lo sé, y eso intento, dígame usted dónde quiere que la ponga».
El hombre echó un vistazo panorámico y descubrió las últimas implicaciones de aquello que suele decir el bueno de José Mota «Dame hueco, dame hueco, que en habiendo hueco yo ya…» y resolvió la situación diciéndome que lo iba a consultar.
Así pasó una hora y media, la jodida maleta estorbando a la gente que intentaba pasar y yo que no sabía dónde meterme- quizá dentro de la maleta ¿no?-.
De pronto, recibimos un aviso «Hemos tenido un desprendimiento en las vías del tren. En la estación de Valdepeñas tomaremos un autocar y continuaremos así el viaje hasta que lleguemos a la estación de Linares-Baeza, en la que tomaremos otro tren para continuar nuestro viaje».
Con lo que había costado colocar las maletas…. y el show que tuvimos que montar para quitarlas. Por cierto, cuando llegué a Valdepeñas, había cámaras. Lo mismo acabo saliendo por la tele.
Para elegir bus tuve más suerte. Mi equipaje entró sin problemas y fue el primero en llegar a la estación de Linares/Baeza. Tuve un amago de mosqueo cuando reparé en que en el tren al que debía subir ponía «Destino: Madrid». Sólo eso me hubiera faltado, que me llevaran de nuevo a Madrid. Por suerte, no fue así (a veces, muy pocas veces, toca tener suerte). Debido a lo pronto que llegó mi autobus, pude colocar mi equipaje con toda comodidad… ¡al fin!
No obstante, luego tuve otro amago de mosqueo: los otros autobuses tardaban demasiado. Y mientras llegaban o no, una de las chicas que se sentaba un par de filas por delante de mí, se puso a llamar por teléfono y a decir lo siguiente «¡Hay que ver! Una chica del tren dejó su maleta estorbando… ¡y adivina a quién estaban pisando todo el rato cada vez que alguien quería pasar!».
Por un lado sentí apuro, pero por otro… una voz interior me dijo «mira, la justicia existe, y esta tía es tan gilipollas que merece que la hayan pisado, e incluso que la siguieran pisando un poquito más».
Al rato llegaron los que faltaban, entre ellos mi compi de butaca. Así pude enterarme de que el motivo de retraso de los otros autocares era que algunas personas no habían podido pillar asiento, y era impracticable que se quedaran de pie, por lo que tocó pedir otro autocar más.
Cuando él preguntó por mí, no perdí la ocasión de decir en voz alta «Bien, por suerte he llegado en el primero y he podido colocar la maleta; así, si da por culo una maleta que no sea la mía. Estos revisores no se están haciendo cargo de lo que deberían hacerse cargo y la gente es mucho mejor criticando que echando una mano; fíjate si no en la chica que se sienta unas filas por delante, se ha dedicado a ponerme a parir a voz en cuello por teléfono».
Nos faltó liarnos a hostias.
Luego seguí conversando con mi vecino. Le conté que no era la primera vez que pasaba por una experiencia semejante, porque hace cuatro años, en otro regreso de Madrid, se me encadenaron los siguientes hechos:
– Por un fallo informático, la reserva del billete de avión que había hecho no valía.
– Cuando compré el billete de tren, un camión lleno de arena se cayó a las vías, bloqueando toda la comunicación de Madrid con el sur.
– Nos metieron en un autobus, asegurándonos que nos llevarían a una ciudad próxima para que, desde ahí, continuáramos el viaje en tren.
– Pero nos engañaron: llegamos a Almería en autocar y… ¡en qué autocar! Una cafetera de dos pisos conducida por un señor que hubiera debido estar jubilado (y sin relevo), con la calefacción rota (por la cual pasabamos del frío extremo al calor extremo, con los mareos y vómitos consecuentes) y con sólo dos paradas a lo largo de la ruta para ir al servicio, motivo por el que ancianos y niños sufrieron especialmente ese trayecto. Llegamos a las 4 de la mañana tan reventados que a nadie se le ocurrió poner una reclamación pese a que estuvimos repitiendo durante todo el camino que urgía poner una reclamación.
Mi vecino se quedó boquiabierto. Era la primera vez que oía hablar del Factor Silvia.
Volviendo a la situación presente; escarmentados por la experiencia, nadie volvió a poner la maleta en los pasillos, así que las maletas (de nuestro vagón y otros) que no conseguían conquistar su espacio, fueron colocadas en los espacios entre vagones, ya sabéis, donde se sitúa el acceso a los baños y a las puertas de salida.
Aunque en principio parecía una buena colocación, al final se vieron los inconvenientes del apaño. Viva el karma.
El viaje debía durar 7 horas. Duró 9.
¡Ya estoy en casa!
PD:
¿Recordáis los dos móviles? Ambos se quedaron sin batería. No pude pedir que me recogieran. Menos mal que llevaba las llaves.