Aquella última mañana tocó dar una vuelta por Disneyland. La di sola, porque Pablo debía acompañar a Angie a su aeropuerto (salíamos de sitios distintos), Juanjo trabajaba y Miguel también.
Ahí, explorando Disneyland en soledad, descubrí lo inclementes que son las colas cuando no hay quien te cuela en las atracciones. Esperar más de una hora para subirme en una especie de tren que me hacía un recorrido por recreaciones de escenarios y efectos especiales utilizados en películas Disney me disuadió de guardar cola en otra parte.
Al menos demostré ser capaz de pedir un perrito caliente y una fanta en uno de los múltiples puestos que había y de no perderme demasiado entre los diferentes parques que componen Eurodisney.
Pero lo que más me impactó de esta etapa fue el Village. Digamos que es una zona en la que la palabra merchandising alcanza su máximo esplendor. Restaurantes espectaculares, áreas recreativas en las que te cobran hasta por respirar, hoteles que se asemejan a palacios (o palacios que se asemejan a hoteles) y, lo más traumático, tiendas en las que te puedes encontrar una versión Goofie de Darth Vader o a Mickey hasta en los tangas, lo cual debería ser una blasfemia, pero así es.
En cuanto me di cuenta, me estaba despidiendo de Miguel y tomando el autobús que me dejaría de nuevo en el aeropuerto de Beauvois. Un trayecto bastante tranquilo y ya conocido, pero no exento de emoción, puesto que detrás mía viajaban dos españolas bastante cabreadas que aseguraban que la conductora estaba tardando más de la cuenta y que corríamos peligro de no llegar a tiempo al aeropuerto.
O bueno, miento, «corríamos» no es el tiempo verbal adecuado, el adecuado es «corrían» porque tardé poco en darme cuenta de que su vuelo no era el mismo que el mío, lo que me dio un plus de tranquilidad, aunque la idea de que el autocar fuera con retraso podía alterar a cualquier pasajero que tuviera interés en coger un avión, que ya sabemos lo complicados que son los aeropuertos.
Una vez en el aeropuerto descubrí que sentía la necesidad de hablar en francés aunque no tuviera la menor idea de francés. Sólo hay que ver qué titánicos esfuerzos hice para pedir en uno de los restaurantes un bocadillo de pollo (¡pero lo conseguí!). También fue bastante simpático que un señor me hiciera una pregunta en francés y yo, incapaz de contestarle en esa lengua, fui capaz de responderle en inglés y cerciorarme de que él me comprendiera, pues no me consta que supiera inglés, pero juro que entendió mi gesto.
Lo que demuestra que, más allá de las fronteras lingüísticas, la gente es capaz de comunicarse en cualquier situación.
Llegué al aeropuerto de Málaga de noche y pesqué a Rosana y a Cristóbal cenando en un restaurante italiano de Benalmádena, por lo que, después de medio perderme en un aeropuerto casi vacío y ponerme a charlar con una rusa, acabé cogiendo un taxi que me desangró completamente la cartera.
Luego supe que en la calle de enfrente había otra parada y que, al no contar como salida desde el aeropuerto me habría costado menos, pero quienes habéis leído esta aventura desde el principio sabéis qué bien me he llevado con los taxis.
No obstante, la comida del italiano estaba muy rica , las vistas espectaculares y lo que vi del pueblo, en sí, muy bonito (me recordó un poco a Roquetas de Mar) por lo que le prometí firmemente a Rosana que el turismo bokerón no habría de hacerse esperar demasiado.
A la mañana siguiente ella tuvo que salir tempranito a trabajar, por la que me quedé desayunando con Cristóbal (su marido, para los despistados) que me dio una ponencia acerca de por qué desayunar horchata es más sano que desayunar leche, por qué los recipientes de cristal son más seguros que los de plástico y de por qué hay ingenieros a los que les gusta la historia.
No podéis imaginar el debate en el que nos enzarzamos, discutiendo acerca de qué emperador romano fue el que dio paso al cristianismo. Tras un debate lleno de vericuetos, consultas a wikipedia e incluso a programas de historia grabados, llegamos a la típica conclusión estelar en los debates: ambos llevábamos razón y nos equivocábamos al mismo tiempo, pues él acertó el nombre del emperador de oriente y yo el de occidente… ¡o viceversa!
Y en estas estábamos, tremendamente ocupados, cuando nos dimos cuenta de que mi móvil andaba sin sonido y que Raeliana, de Málaga Escribe, debía estar esperándome desde hacía media hora.
No obstante, ella también iba tarde y al final la sangre no llegó al río, nos disculpamos mutuamente, dejamos mis bultos en la consigna de la estación de bus, y nos dirigimos rumbo al restaurante donde nos esperaban aquellos integrantes de «Málaga Escribe» que quisieron venir.
No fueron muchos, pero sí interesantes. Una vez más salí convencida de que los escritores, grupo extraño en el que me incluyo, somos todos unos indeseables [modo irónico on].
Casi no me podía creer qué rápido pasa el tiempo cuando el bus de vuelta me dejaba por la noche en Almería.
Y así acaba esta aventura. Como veis, todo lo bueno termina. Y lo que no, también 😉
Próximamente…¡la segunda temporada en el aula matinal!
HELLO DARLING! It´s Wonderful! Escueto pero maravilloso, como se nota que faltaba yo ahí para darte la tabarra en Disney. Seguro que lo de las colas se te hizo insoportable y luego no sabías ni qué hacer…jaja. Que nerviosa eres. Esa reunión con Rosana muy buena, pero mejor la discusión de emperadores jajaja con Cristóbal (yo ahí me perdería en mitad de la conversación)
Lo mejor fue ver cómo Cristóbal y yo nos picamos como si nos fuera la vida en ello. A Rosana le habría encantado verlo.
PD: Seguro que la espera en esas colas de una horita de reloj se habrían llevado mejor contigo.
¡Muaks!
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