Yo reconozco que hace mucho tiempo que no te llamo, pero te quería llamar. Siempre te he apreciado, no lo dudes, somos amigas de toda la vida. Hemos compartido muchas cosas buenas y malas y siempre hemos estado ahí, aunque fuera en la distancia y aunque, por cosas de la adultez, ya no nos viéramos tan a menudo y los teléfonos casi hubieran dejado de sonar…
Supe lo que te había pasado este viernes. Te juro que he estado pensando en ti cada minuto durante estos días y en lo mal que debías sentirte, pero he estado liadísima. Es lo que tiene ser emigrante; sólo veo a mi gente durante los fines de semana. Además, te reconozco que también me daba un poco de reparo: no quería ser inoportuna, ni preguntarte sobre asuntos desagradables; sé lo mal que lo pasas si alguien te ve llorar, nunca he sido hábil consolando a la gente… y tampoco me parecía lógico tratar de animarte y acabar las dos llorando juntas. Siempre te he visto tan fuerte que me dije «mejor dejo que se recupere estos días y ya la llamo cuando se encuentre mejor».
Sin embargo, llegó el lunes y con él la vergüenza de no haberte llamado antes. Por eso decidí escribirte. No te creas que no me supuso esfuerzo, me tocó encarar que quizá no había hecho lo correcto. Mi consuelo era recordar que siempre has sido una persona muy sociable, con un montón de amigos, e imaginaba que, pese a que quizá hubieras podido estar dolida por mi silencio, a buen seguro tu teléfono no habría dejado de sonar. Incluso creía que era posible que ya estuvieras harta de tantos buitres; ya sabes, esa gente que aparece a patadas para comunicarse contigo sólo cuando estás mal, que se alimentan de la desgracia ajena.
Jamás hubiera anticipado que irías a reaccionar así. Jamás amenazaste con aquello. Lo que has hecho parecía más propio de mí, que me pasé años sufriendo de ansiedad y depresión, tantos, que decidí guardar silencio y dejar de llamar la atención. Intuyo que siempre pensaste eso de mí: que decía esas cosas para llamar tu atención. Por eso quizá, aunque es la primera vez que caigo en ello, dejé de llamar por teléfono y casi también de escribir. Estaba acostumbrada a comunicarme demandando consuelo, sin reparar en las necesidades de los demás. Me sentía egocéntrica y fui aprendiendo a guardar silencio, pero me temo que no aprendí a detectar cuándo los demás necesitaban algo de mí.
¿Qué pasó por tu cabeza? Con lo pendiente que sueles estar de las redes sociales, empecé a temer cuando vi que pasaban las horas y ya nunca apareció el doble check azul…
Volví a plantearme llamarte y, de nuevo, no lo hice porque temí que te hubieras enfadado de verdad conmigo y tampoco sé gestionar la ira del otro, sobre todo cuando me importa.
Esa noche me llamó tu madre… y creo que no volveré a dormir. Nunca.
Por favor, perdóname.
***
He escrito este texto porque vengo notando desde hace un tiempo que las personas no sabemos reaccionar cuando alguien que nos importa se siente mal, sobre todo si el problema es de verdad grave y si esa persona nos parece psicológicamente «fuerte». Por eso tendemos a huir y nos justificamos alegando que podemos resultar inoportunos, pero realmente nuestra reacción es una mezcla de cobardía y falta de herramientas para gestionar un mal estado anímico ajeno. A veces no tenemos el poder de consolar al otro, de animarle… pero eso no significa que no sea importante que estemos allí. La presencia cercana de alguien querido consuela por sí misma o, al menos, evita que el afectado se sienta abandonado a merced de sus problemas (o solo con sus mierdas, elige la frase que más te guste).
También he escrito el texto porque veo que con la edad la amistad se va devaluando. Va de la mano del aumento de las responsabilidades: la gente está cada vez más ocupada con sus trabajos y sus familias y puede acabar resultando imposible no descuidar a los amigos. Caemos en el error de percibirles como un gasto de tiempo y energías a cambio de nada. Olvidamos a menudo que la amistad es la familia que se elige y a veces es lo que queda cuando todo lo demás falla.
Aunque sea un insulto a la inteligencia del lector el dar moralejas, me voy a permitir en lujo de dar alguna en esta ocasión:
- Si ves que alguien cercano sufre, ve a verle.
- Si no puedes verle hoy, intenta verle mañana.
- Si no, esta semana.
- Si realmente no puedes en una semana, llama.
- Si no puedes llamar, haz una videoconferencia…
- Y, si realmente no te queda otra posibilidad (toca examen de conciencia) entonces escribe un mensaje de texto lo más personal, extenso y cercano posible, pero bajo ningún concepto te quedes sabiendo que alguien querido lo pasa mal y no has hecho nada porque te ha parecido más sencillo esperar a que la tormenta pase.
Que conste que esta moraleja también me la tengo que aplicar yo. Los medios de incomunicación nos han hecho más vagos.
PD: También he querido reflejar que muchas veces no es la maldad sino la ignorancia o el estar devorados por nuestros propios problemas la que nos lleva a descuidar a nuestra gente.